Salió al balcón y miró largamente a la multitud agolpada en la plaza San Pedro. Los fieles aplaudían y vitoreaban al pastor recién ungido. Él se movió lo justo y necesario. No sonrió en exceso pero tampoco exhibió un rostro de cemento. En su primera comparecencia pública, el Papa Francisco se contentó con presentar su estampa de la manera menos afectada y más sencilla posible. Fue natural y cálido, y en todo momento pareció a gusto con su nuevo papel de sumo pontífice.
La sotana blanca es suya. Suyo también es el título de primer sucesor latinoamericano de San Pedro. No es poco para un hijo de inmigrantes italianos llegados al Río de la Plata a comienzos del siglo XX. Ni para un sacerdote de la Compañía de Jesús, la misma orden religiosa que se adentró en América cuando esta era un territorio conquistado en vías de expoliación y partió de allí obligada por las circunstancias. Los jesuitas habían amasado poder económico, intelectual y material, y en el trayecto se granjearon todo tipo de enemistades políticas. Ese odio pudo más que la obra misionera, y en 1773, el Papa Clemente XIV firmó la orden de supresión de la Compañía.
Bergoglio pertenece a una orden perseguida que, en el universo católico, encarna el compromiso innegociable con la pobreza: el dato no pasó inadvertido para el mundo -ecuménico- que intentaba comprender el significado de su designación como obispo de Roma. El cardenal argentino no "sonaba" en la primera línea de candidatos a cubrir la vacante que dejó Benedicto XVI, pero su entorno lo consideraba papable ya en 2005, cuando el cónclave se inclinó por el alemán Joseph Ratzinger.
Entonces se dijeron muchas cosas. Que no había salido por un pelo; que podía esperar un poco más (no había cumplido aún los 70) y que, después del liderazgo tolerante de Juan Pablo II, la Iglesia necesitaba una conducción decididamente conservadora. También se creyó que, en la asamblea secreta de los cardenales, un jesuita corría con lógica desventaja.
La proyección internacional del arzobispo de Buenos Aires se corresponde con un protagonismo inmenso en la Argentina de la última década. Como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (2005-2011), Bergoglio confrontó frecuentemente con los presidentes Néstor y Cristina Kirchner. Ejerció la crítica ante cada avanzada del oficialismo en materias sensibles para la Iglesia (como el matrimonio igualitario y la muerte digna); denunció especialmente el deterioro de la libertad de prensa y de expresión, y alertó a la sociedad sobre la debilidad de las instituciones democráticas y constitucionales. Pese a ese activismo público, el cardenal siempre se resistió a ser considerado un opositor del kirchnerismo.
El cuestionamiento a la conducta que desplegó durante la última dictadura militar (ver recuadro de la derecha) promete ser para Bergoglio lo que para Ratzinger fue su vinculación con las Juventudes Hitlerianas. A diferencia de su antecesor en el Vaticano, el primado argentino siempre se mostró proclive al diálogo interreligioso y respetuoso de la intelectualidad de izquierda. Confirman este aspecto de su personalidad las amistades que cultivó con los rabinos Sergio Bergman, Alejandro Avruj y Abraham Skorka, y su reconocimiento a los juristas progresistas Carmen Argibay y Eugenio Zaffaroni.
La austeridad caracterizó al sacerdocio de Bergoglio, que prefería el vestido oscuro de la Compañía al traje cardenalicio, y solía desplazarse en transporte público como cualquier otro porteño promedio. Autor de numerosos libros, supo conciliar el estudio y la oración con asuntos tan pedestres y arrabaleros como el tango y el fútbol (es hincha de San Lorenzo). Ayer se discutían todos estos detalles singulares de la vida del Papa Francisco, que también es único en su especie por carecer de una fracción del pulmón derecho.